domingo, 23 de mayo de 2010

Del videograma a la imagen sintetizada por ordenador

La grabación videográfica nació como un sistema ágil de registro y alma­cenamiento de la información audiovisual, vital para que las cadenas de te­levisión norteamericanas pudieran emanciparse de la tiranía del directo, y utilizando procedimientos más veloces y flexibles que los que eran propios de la tecnología cinematográfica, basada en la imagen fotoquímica y que requiere un lento procesado de laboratorio. El primer magnetoscopio co­mercializado por la casa Ampex (de Redwood, California) y construido por la R.C.A., con cinta de dos pulgadas de anchura, apareció en 1956, en la década de la revolución técnica y espectacular de los formatos de las pan­tallas cinematográficas para hacer frente a la competencia comercial de la televisión. En 1957, la toma de posesión del presidente Eisenhower para su segundo mandato era ya grabada en videotape, marcando un hito histórico en la información televisiva. Desde entonces, las virtudes derivadas de la celeridad informativa del vídeo no han hecho más que corroborarse repeti­damente. Recordemos, por ejemplo, que el 30 de marzo de 1981 el cameraman Hank Brown, de la cadena A.B.C., grabó el atentado contra el presi­dente Ronald Reagan, a la salida del Hotel Washington Hilton. En la media hora siguiente sus imágenes fueron transmitidas a toda la nación y en las siguientes dos horas se transmitieron a todo el mundo vía satélite.

El vídeo (o, más correctamente, la videomagnetofonía) es una tecnología de registro, conservación y reproducción de mensajes audiovisuales, graba­dos por procedimiento magnético en una superficie metálica, de modo pare­cido a la precedente grabación magnetofónica del sonido, generalizada desde la Segunda Guerra Mundial. El magnetoscopio ha aportado como no­vedad la codificación electromagnética del mensaje audiovisual, al inscribir contiguamente las señales de vídeo, las de audio y las de sincronización (señales que gobiernan la sincronía entre la exploración electrónica de la imagen en la cámara y su reconstrucción por barrido en la pantalla del tele­visor), sobre una emulsión de óxido de hierro o de dióxido de cromo, ex­tendida sobre una película flexible y resistente de poliéster, que actúa como soporte. Después del magnetófono y de la cámara polaroid, el vídeo culminó así la cadena de tecnologías de la instantaneidad, generadas en una sociedad en la que el tiempo productivo es un valor cada vez más caro y que favorece por ello los procesos de aceleración productiva.

En contraste con las importantes novedades aportadas por el vídeo, des­de la aparición de las macropantallas a comienzos de los años cincuenta, que coincidió con la normalización del color en la industria cinematográfica y con la aparición del sonido estereofónico, puede afirmarse que la tecnología del cine, en su condición de espectáculo, no ha ofrecido ninguna nove­dad técnica relevante en cuatro décadas. Desde el punto de vista técnico y operacional, las grandes novedades del vídeo con respecto al cine, en la fase de producción, radican en la verificación inmediata de los resultados de la grabación y en la posibilidad de borrado y de regrabación de la cin­ta. En la fase de difusión, su novedad reside en la teledistribución descen­tralizada por cable hacia diferentes destinatarios separados entre sí. Y des­de el punto de vista estético, la gran novedad del vídeo con respecto al cine reside en su diferente textura de la imagen y en la labilidad de sus colores generados electrónicamente.

Algunas de las características que acabamos de reseñar requieren espe­cial comentario. Así, la posibilidad de ver en tiempo real el resultado de la grabación permite al realizador efectuar correcciones técnicas sobre la marcha, lo que alienta la producción de imágenes por parte de gentes poco expertas técnicamente y devalúa correlativamente el papel del experto ca­paz de prever los resultados a través de sus conocimientos. Su efecto inme­diato ha sido el de desplazar los rodajes en Super 8 y en 16 mm, que reque­rían una verificación de resultados tras un lento revelado, en favor de la grabación videográfica. También esta inmediatez en la verificación del re­sultado se convierte en muy útil cuando una audiencia quiere analizar críti­camente su comportamiento colectivo mediante la autoscopia del material grabado, como ocurre tras un debate en un aula escolar o una sesión de psicoterapia de grupo. En este caso, la autoscopia desencadena un útil feed-back consecutivo a la acción analizada.

Otra ventaja que aumenta la creatividad del vídeo en la fase de produc­ción, ya mencionada al referirnos a la tecnología televisiva, es la aportada por el coloreador o colorizador (colourizer), que puede atribuir a cada tona­lidad de gris, en una imagen en blanco y negro, un color predeterminado, de acuerdo con el principio de la equi-densidad. La calidad de un colorea­dor se mide, por lo tanto, según el número de gradaciones de gris que es capaz de distinguir y actúa, de hecho, como una paleta de colores electró­nicos al servicio del realizador, de un modo que no tiene equivalente en la técnica cinematográfica.

Y en el campo de los usos sociales del vídeo, merece especial atención el que permite la teledistribución descentralizada de los mensajes, mediante una red de terminales en diversos lugares (aulas de una escuela, por ejem­plo), quebrando así el condicionamiento del espacio unitario para albergar a su audiencia y permitiendo así superar largamente el tamaño de la que cabría en una gran sala.

No obstante, es obligado señalar algunas desventajas técnicas que el ví­deo padece en la actualidad con respecto a la imagen fotoquímica del cine. La primera es su baja definición actual, que ya hemos comentado en el ca­pítulo anterior, y que condiciona su poder de resolución, su luminosidad, su calidad, su tratamiento formal y el tamaño de las pantallas. En el momento de escribir estas líneas, el vídeo de alta definición de 1.125 líneas sólo cono­ce un limitado uso experimental. Además, por lo que atañe a la calidad de la imagen, el film aventaja al vídeo en su mayor escala de contrastes, del orden de 100 contra 30. Por añadidura, la conservación del vídeo es vulne­rable a la proximidad de los campos magnéticos intensos y está amenazado por la falta de experiencia acerca de la perdurabilidad óptima de sus gra­baciones.

Estas notorias desventajas acerca de la calidad de la imagen y de su con­servación desaconsejan transcribir películas cinematográficas a soporte de vídeo cuando se trata de su prioritaria conservación histórica, como ocurre en las cinematecas, y tal como quedó establecido en el congreso titulado Il film come tiene culturale, celebrado en Venecia en marzo de 1981. Pues tal transcripción supone en la actualidad una degradación de la calidad ¡cónica del mensaje original y un factor de riesgo acerca de su perdurabilidad.

Por esta razón, la integración del vídeo en la industria de producción de películas cinematográficas se ha efectuado hasta ahora en calidad de auxi­liar y no como sustitutiva de la tecnología de la imagen fotoquímica. Francis Ford Coppola, que es uno de los realizadores más entusiastas acerca de las potencialidades del vídeo, lo utiliza como borrador en el prerrodaje (previ­sualización), como verificador de resultados durante el rodaje (visor electró­nico) y como banda de montaje. Pero el producto final resultante es una pe­lícula fotoquímica, proyectada en las salas públicas. Y un comentario inver­so podría hacerse acerca de los famosos vídeo-clip musicales, que suelen rodarse en cine y exhibirse en vídeo.

De todas las virtudes hasta aquí señaladas, inicialmente se valoraron en especial como ventajas técnicas del vídeo la condición borrable y regraba­ble de sus mensajes, así como su inmediata verificación y reproductibilidad sin necesidad de procesos de laboratorio. En este estadio comercial y pe­riodístico del medio, aún no se valoraban otras virtualidades que serían des­cubiertas o explotadas por los videastas, como la labilidad en la generación electrónica de los colores, la teledistribución descentralizada y hasta la baja definición de la imagen, que generalmente se contempla como un defecto, pero que puede resultar una cualidad positiva en ciertas experiencias esté­ticas.

Mientras que el cine nació como una síntesis técnica y altamente perfec­cionada de dos prácticas culturales independientes y anteriores, a saber, el principio de la proyección de imágenes inaugurada por la Linterna Mágica en el siglo XVII y de la fotografía instantánea conseguida por Muybridge, en el origen del fenómeno del vídeo se hallan dos medios previos tan dis­tintos como el televisor y el principio de la grabación magnética del sonido, utilizada en los magnetófonos. De esta doble e independiente filiación que se remonta a finales del siglo XIX derivaron todas las características comu­nicativas, operativas y semiáticas del nuevo medio, heredero de los instru­mentos técnicos que le precedieron históricamente y condicionaron su in­vención: el televisor como su terminal audiovisual y la videocinta como so­porte de registro y conservación del mensaje.

Recordemos que todo medio nuevo, en su etapa adolescente, suele susci­tar abundante y entusiasta literatura acerca de su especificidad diferencial. Como ocurrió hace varias décadas con el debate acerca del "específico fíl­mico", nuestro debate sobre el vídeo debería clausurarse sentenciando que lo específico y definitorio del vídeo radica en su nuevo proceso tecnológico y en las consecuencias técnicas y perceptivas derivadas de la codificación magnética del mensaje audiovisual (en contraste con su tradicional codifica­ción fotoquímica), así como por las modalidades de la producción y de la reproducción técnica del mismo. El paso del cine al vídeo ha supuesto so­bre todo una revolución técnica e industrial en el campo de las llamadas superficies sensibles, ya que ha supuesto el paso del soporte fotoquímico de sales de plata, que contiene una imagen visible tras su revelado, al so­porte metálico de óxido de hierro o dióxido de cromo, que codifica la ima­gen por medios magnéticos y que requiere un lector para hacerla visible sobre la pantalla fosforescente de un televisor.

A estas alturas no debe escandalizar que una porción importante de la videoproducción ignore estas novedades y perpetúe los usos más tradicio­nales y ramplones de la vieja imagen fotoquímica. En la conmoción social de los años sesenta, la nueva imagen fue predicada como instrumento de liberación comunicativa en el vídeo comunitario (dimensión social), en la guerrilla electrónica (dimensión política) y en el vídeo-arte (dimensión estética). Más tarde se constataría que la esperanza liberadora y democráti­ca del magnetoscopio, cantada por los videoprofetas como un estímulo a la creatividad ciudadana frente a la pasividad de la fruición televisiva, ha de­sembocado finalmente de modo mayoritario en las dos grandes opciones decepcionantes que eran dominantes en el uso del formato de cine Super 8, a saber, en el vídeo de celebración familiar y, en el plano del consumo, en las cintas más comerciales de Hollywood y en el pornovídeo. En efecto, los dos usos no profesionales más generalizados del vídeo -la celebración fa­miliar (autoproducción) y el voyeurismo espectacular (consumo)- no hacen más que reproducir, con mayores ventajas operativas, dos funciones tradi­cionales del Super 8 y del cine familiar. En el vídeo de celebración familiar (bodas, bautizos, viajes, etc.) hay que referirse, sobre todo, al fetichismo del receptáculo, pues uno de sus atractivos para el gran público es el de hacer que ellos o sus familiares aparezcan en el mismo y prestigioso receptáculo que las personalidades públicas y las estrellas del espectáculo, de modo que el carisma del marco contenedor les aureola e inviste de un simulacro de poder comunicacional, lo que no ocurre ciertamente ni con las diapositi­vas familiares, ni con el cine familiar en desacralizadas pantallas domésticas (paredes o sábanas) ajenas al mundo del espectáculo institucional. Por eso, muchos comunicólogos han podido afirmar que la promesa del vídeo como instrumento democrático de liberación comunicativa se ha degradado a la de nuevo gadget electrodoméstico, convertido en nuevo hobby burgués modelado sobre la tradición del cine en Super 8.

La institución del magnetoscopio doméstico en las sociedades industriali­zadas (unos 100 millones en uso a finales de 1985) es un fenómeno bastante significativo y que merece algunas observaciones pormenorizadas. En 1966 la casa Sony (seguida por Matushita, Sanyo e Hitachi) lanzó el primer mag­netoscopio con cinta de media pulgada (vídeo ligero o formato doméstico), que no comenzó a obtener verdadera aceptación hasta que en 1975 se co­mercializaron las cintas en cómodas videocassettes. Japón, segundo importador mundial de crudos, eligió en 1975 el desarrollo electrónico para equi­librar con sus exportaciones el costo de sus importaciones petrolíferas, des­mesurado desde la crisis energética de 1973 (74). De este modo, con la pro­piedad de las patentes de los dos sistemas de vídeo doméstico más difundi­dos en el mundo (Video Home System o VHS de Japan Victor Corporation y Betamax de Sony), Japón alcanzó la hegemonía mundial en la electrónica de consumo, mientras el liderazgo en electrónica profesional y en software se­guía en manos de los Estados Unidos (75). Desde 1981, la producción de magnetoscopios en Japón supera la de aparatos de televisión, destinándose la mayor parte de ellos a la exportación, pues las marcas japonesas deten­tan un cuasimonopolio en este mercado mundial, ocupando una porción del 90 por ciento. Nótese que ninguna de las tres propietarias de patentes de magnetoscopios domésticos hoy existentes en el mercado (JVC, Sony y Phi­lips) son norteamericanas. Ello explica el interés de la industria norteameri­cana en la alternativa del videodisco, con poca fortuna hasta el momento. El videodisco, algunas de cuyas ventajas sobre el magnetoscopio domiciliario son notorias, ha llegado aparentemente demasiado tarde a un mercado de masas en el que la videocinta se había consolidado cuando el videodisco era sólo reproductor, pero no grabador. Pero algunos fabricantes insisten en que las ventajas técnicas reales del videodisco (que van desde la supe­rior calidad de imagen hasta el acceso inmediato a una imagen precisa del registro) lo hacen especialmente idóneo como instrumento audiovisual insti­tucional (escuelas y universidades, videoarchivos públicos, etc.),

En principio, el magnetoscopio doméstico es un instrumento que puede contribuir a corregir -en sentido horizontal, es decir, potenciando la auto­programación del usuario- la verticalidad unidireccional de la comunica­ción televisiva. De todos modos, es menester añadir inmediatamente que el magnetoscopio doméstico es un instrumento parásito o dependiente de otros medios e industrias culturales preexistentes: de la televisión cuyos programas graba, o de las productoras cinematográficas que comercializan sus películas en vídeo después de haberlas explotado en las salas públicas, o de la producción videográfica general existente en el mercado. De modo que el magnetoscopio doméstico es un instrumento que posee funciones análogas a la grabadora-reproductora magnetofónica que le precedió en el mercado, pues en ciertos formatos (como un cuarto de pulgada y en 3/4 de pulgada) puede incluir en su programación la autoproducción videográfica del propio usuario, en una función sustitutiva de la producida en Super 8, mediante el uso de videocámaras caseras o semiprofesionales.

La estructura del negocio videográfico de consumo doméstico tiene algu­nas peculiaridades características. Depende en su mayor parte, al igual que el negocio cinematográfico, de los productores de cine que son los dere­chohabientes de las películas y propietarios de sus negativos. Pues son ta­les productoras las que ceden los derechos de explotación comercial de sus títulos a empresas distribuidoras, de cine en un caso y de vídeo en el otro. La diferencia final reside en que las distribuidoras de cine alquilan sus películas a las salas públicas de exhibición, mientras que los distribuidores de vídeo las ofrecen en cinta magnética a los videoclubs, tiendas al por menor en donde los consumidores individualizados las alquilan o las compran. Dos son, por lo tanto, las grandes funciones sociales del magnetoscopio doméstico en nuestra cultura audiovisual:

1) Actuar como un filtro selectivo de la programación televisiva, selectivi­dad ejercida en un eje temporal, mediante la retención de programas elegidos del flujo de la programación institucional.

2) Operar como un sistema de autoprogramación selectiva de vídeos pro­cedentes del mercado videográfico, o de las videotecas de amigos del usuario, o de producción propia.

En pocas palabras, el magnetoscopio es un reproductor de imágenes y de sonidos que sirve para oponerse a la banalidad del consumismo televisi­vo incondicional e indiscriminado, racionalizando la absorción de mensajes con criterios de espectador selectivo, como lo es el lector que elige sus li­bros o el melómano que elige sus discos. Por eso hay que caracterizar al magnetoscopio doméstico como el instrumento decisivo de la autoprogra­mación televisiva y la expresión más cabal de "televisión a la carta", definiti­vamente emancipada de la tiranía del flujo de la programación institucional. Y esto es posible, por una parte, porque el magnetoscopio permite al usua­rio de la televisión convertir la fugaz efimereidad televisiva en información audiovisual conservable y reproducible a voluntad, en el momento más pro­picio. Esta capacidad puede conducir al coleccionismo de las videotecas privadas, que homologa la videocassete al libro y al disco coleccionados en el hogar. Pero además el usuario puede obtener el programa deseado en la tienda, de sus amigos, o por intercambio en asociaciones dedicadas a tal fin. Y, por último, el magnetoscopio tiene una función similar a la de la mo­viola en el cine, ya que el magnetoscopio doméstico permite la fruición dis­continua y el repaso de fragmentos anteriores de una obra, según una prác­tica que era ya corriente en la lectura de libros o en la audición de graba­ciones musicales, a cuyas operaciones de fruición ahora puede homologar­se en muchos aspectos el consumo audiovisual.

En el polo opuesto del vídeo como mera reproducción se halla el vídeo como creación, al que hemos hecho alguna ligera referencia en su modali­dad de producción doméstica como prolongadora de las prácticas del Super 8 familiar. Pero existe otro polo creativo más original, representado por las posiciones radicales de los videoartistas o videastas, que suelen trabajar con cinta de 3/4 de pulgada, formato intermedio entre el profesional y el doméstico y en el que resulta posible el editaje de la cinta. Recuerdese que el vídeo-arte no nace como tal hasta 1963, con las primeras experiencias vi­deoestéticas de Naum June Paik, procedente del campo de la música elec­trónica. Es decir, el videoarte aparece casi setenta años después del inven­to del cine y casi siglo y medio después del invento de la fotografía. Desde entonces, muchos cultivadores del vídeo han querido convertir a uno de sus géneros posibles -el llamado comúnmente videoarte- en la única forma legítima de creatividad en vídeo, a la que a veces denominan vídeo-vídeo (76). Esta reducción exclusivista es tan absurda como la de entender únicamente por cine al conjunto de géneros adscritos a la ficción narrativa, ex­cluyendo al cine documental, al experimental, al científico, etc. Es intere­sante, a este respecto, constatar cómo el videosíndrome de la cultura margi­nal o disidente ha convocado a expintores, exmúsicos y expoetas de van­guardia, desencantados del arcaísmo de sus viejos utensilios técnicos, pero raramente ha atraído a los cineastas. Por eso, el videoarte ha seguido la lí­nea de experiencias de la pintura de vanguardia (del arte conceptual, por ejemplo), o de la música de vanguardia, en vez de constituirse como prolon­gación de las prácticas dominantes y usuales en la cinematografía. El vi­deoarte, hecho por pintores, escultores o músicos (pero raramente por ci­neastas), ha rehusado la tradición del cine hegemónico, negando:

1) El tradicional espacio de exhibición litúrgico, oscuro y envolvente, que crea una subordinación o dependencia cuasihipnótica en el especta­dor.

2) La impresión de realidad que verosimiliza las ficciones y coloca al es­pectador sugestionado y desarmado ante un ventanal por el que cree atisbar un flujo de acontecimientos auténticos, que parecen proceder de una realidad objetiva y autogenerada espontáneamente.

3) Los géneros tradicionales del cine narrativo-representativo, incluyen­do su acatamiento a la leyes codificadas de la narratividad.

4) El proceso de proyección-identificación psicológica del espectador con los personajes de la ficción representada.

5) Los imperativos del star-system.

Al rehusar estos principios que han sido los sustentadores del cine como espectáculo, el videoarte se autocondena a la impopularidad y a la periferia de la cultura de masas, como los cuadros en las galerías de arte o las sesio­nes de cineclub, inserto en un espacio de exhibición itinerante (museo, galería) y rescatado de la sala oscura con su gran imagen envolvente, pro­pia del cine. Más próximos por la baja definición ¡cónica a las experiencias de la pintura postfigurativa, los videastas manifiestan su neta voluntad de di­ferenciarse de los cineastas, tanto en su estatuto profesional como en sus prácticas estéticas. (Aquí se impone un paréntesis acerca de los videoclips musicales, que constituyen micronarraciones cinematográficas en las que, a pesar de la importancia esencial del sonido que se promociona comercial­mente en ellas, los planos han recuperado la autonomía y el montaje la li­bertad que tenían en el momento más creativo del cine mudo, en el perío­do 1924-1928). Los cinéfilos malévolos pueden observar al respecto que si en sus primeros treinta años de vida el cine dio a Murnau, Chaplin, Eisens­tein y Stroheim, en sus primeros treinta años el videoarte no ha producido nada equivalente. Es esta una extrapolación de contextos históricos peligro­sa, por lo que esta oposición antagónica entre cine y vídeo tiene escaso in­terés, pero tiene más interés señalar que desde los años setenta la cultura off, experimental o alternativa tiende claramente a desplazarse desde sus soportes tradicionales (prensa underground, comix, fanzines, carteles, pan­fletos y films) al soporte vídeo. En ese desplazamiento operado en el seno de la cultura no institucional subyace una comprensión correcta de la etimo­logía de la palabra vídeo, que en latín significa yo veo, es decir, que supone una visión personalizada, en primera persona, opuesta por lo tanto a él ve, a la imagen espectacularizada en tercera persona, que ha sido la imagen mercantil típica de las industrias del espectáculo.

Una de las fases técnicas más diferenciadas de la videoproducción es el editaje, palabra que demuestra por cierto la hegemonía anglosajona en este medio, ya que editing designa en inglés los aspectos creativos de lo que en las lenguas latinas y eslavas denominamos montaje, adoptando este vocablo del campo de la ingeniería. En la producción videográfica, la imagen poten­cial -que sería similar a la imagen latente de la película impresionada pero no revelada- tiene su soporte material en la cinta, pero una naturale­za energética (magnética), que necesita ser decodificada o leída por un dis­positivo tecnológico, intermediario entre la cinta y la pantalla de visualiza­ción, para acceder al destinatario visual humano. Es decir, que al ser la ima­gen de vídeo una imagen codificada magnéticamente en las moléculas del óxido metálico, a diferencia de la imagen fotoquímica que está codificada ópticamente, no resulta perceptible a simple vista y requiere una tecnología intermedia entre ella y el ojo, para que la traduzca o decodifique en forma de estímulos ópticos de naturaleza analógica. Por otra parte, y a diferencia del montaje cinematográfico, cada segmento de vídeo que se desee editar para su preservación definitiva debe transcribirse a una nueva cinta virgen. La doble mediación técnica que requiere por ello el editaje de la cinta de vídeo -mediación de un lector para hacerla visible y mediación de un nuevo soporte de cinta virgen para transcribir lo grabado- condiciona pro­fundamente todo el proceso físico e intelectual de lo que en cine se deno­mina montaje. La relación entre el editor y su imagen resulta altamente me­diada y menos directamente visible, de tal modo que su conceptualización en el sintagma que estructura el editor adquiere preponderancia compara­da con la inmediatez física y óptica que caracteriza al montaje cinematográ­fico. El editaje prima a lo conceptual sobre lo sensorial.

Esta última reflexión nos introduce directamente en un nuevo campo, en el de la generación de imágenes por síntesis -lo que los franceses deno­minan Infográfica-, último estadio técnico de producción de imágenes ¡có­nicas y que históricamente ha sucedido al de producción videográfica, aun­que sin desbancarla ni sustituirla.

Existen importantes rasgos técnicos comunes que vinculan la imagen vi­deográfica a la imagen infográfica, comenzando por su común terminal au­diovisual con tubo de rayos catódicos y pantalla fosforescente. La imagen infográfica es tributaria de la técnica digital o numérica de producción de imágenes, y que probablemente en el futuro se aplicará también a la televi­sión común. En la televisión digital la imagen que estimula a la telecámara es convertida en digital, es decir, descompuesta y cifrada como un cuadro de números sobre los que se puede operar sin degradarlos (cosa que no ocurre con las técnicas analógicas), transmitida hasta el terminal de visuali­zación y reconvertida de nuevo en imagen analógica, para ser contemplada por el espectador. Con este sistema, una imagen en color genera un flujo del orden de los 216 millones de bits por segundo. Las diferencias entre la vieja televisión analógica y la televisión digital son muchas, pues el barrido electrónico impone en las imágenes analógicas una relación entre tiempo y espacio, cosa que no ocurre con las digitales.

La producción de imágenes ¡cónicas por ordenador se basa también en su composición con puntos elementales y discretos (pixels: acrónimo de picture elements), a cada uno de los cuales se les atribuyen valores numéri­cos que los posicionan en un sistema de coordenadas espaciales, en dos o tres dimensiones, y eventualmente con otros valores complementarios para su color, indicando la proporción de rojo, de verde y de azul que le corres­ponde a cada uno de ellos, además de su luminosidad. Como puede obser­varse, esta técnica digital o numérica constituye un perfeccionamiento sofis­ticado de ciertas prácticas artísticas artesanales precursoras, como el tapiz y el mosaico. La imagen digital se presenta como una matriz de números (en filas y en columnas) contenida en la memoria de un ordenador, cuyos pixels pueden ser manipulados o alterados individualmente o en grupos de ellos, y cuyo conjunto se puede traducir en forma de imagen ¡cónica sobre una pantalla de televisor o en forma impresa.

En relación con su iconicidad, los informáticos clasifican a este tipo de imágenes en cuatro categorías:

1) Imágenes no figurativas o abstractas, cuya función es puramente estéti­ca y que se usan en decoración, tapicería, tejidos, etc.

2) Imágenes simbólicas, también llamadas gráficas, que utilizan símbolos y modelos codificados, para representar diagramas, gráficos o esque­mas que expresan informaciones cuantitativas, topológicas, estructura­les, etc.

3) Imágenes figurativas, que representan de un modo esquemático, sim­plificado o estilizado elementos reconocibles que pertenecen al mun­do real (utilizadas sobre todo en ingeniería).

4) Imágenes realistas, que reproducen el aspecto real de los objetos.

Como puede observarse, esta clasificación es congruente con la propues­ta de la escala de iconicidad de Abraham Moles, que es a su vez un desa­rrollo pormenorizado de la clasificación de las imágenes por parte de Ru­dolf Arnheim en las categorías de miméticas, simbólicas y arbitrarias.

La morfogénesis de las imágenes informáticas se basa, como hemos visto, en operaciones totalmente distintas de las que son propias de los medios preinformáticos, basados en soportes espaciales extensos y duros, sobre los que opera el artista inscribiendo su mensaje por medios manuales o quími­cos, para que quede gráficamente y permanentemente inscrito en ellos. Esto, que era así para la pintura, el grabado, la fotografía y el cine, dejó ya de ser cierto para la imagen magnética y borrable del vídeo y más tarde para la imagen infográfica. Es por lo tanto legítimo afirmar que en la video­grafía y en la infografía existe una autonomía permanente de la imagen ma­triz en relación con su soporte de registro, magnético o electrónico, tanto en lo que atañe a su dispar extensión física, como a las formas latentes que jamás pierden su potencial de fluidez o versatilidad, sin que sus alteraciones ni su borrado dañen su soporte físico.

Desde 1978, además, se ha difundido comercialmente la infogáafía inte­ractiva, en la que el operador entabla un verdadero diálogo con la máquina (en realidad, con su programa), dando y recibiendo informaciones en forma gráfica en la pantalla de visualización. La interactividad entre la imagen y su productor, según un método conversacional próximo a la comunicación lin­güística, convierte a la imagen en una presencia altamente fluida y versátil, hasta un extremo jamás alcanzado por ninguna técnica anterior. La interacti­vidad en tiempo real, que permite una fluida construcción de formas visua­les ante los ojos del operador y en el momento del nacimiento de sus ideas y sus propuestas, y su aplicación a la simulación visual (de objetos, de pro­cesos o de movimientos que modelizan en pantalla referentes del mundo real o totalmente inventados) constituye probablemente la aplicación más productiva de la infográfica.

La infográfica combina las dos ventajas históricas que la pintura y la foto­grafía aportaron a la cultura ¡cónica. De la pintura ha adoptado su capaci­dad para inventar formas, sin servidumbres hacia los modelos del mundo real, sin la dependencia de un referente visible. Y de la fotografía ha here­dado en cambio la precisión detallista de la imagen que le otorga su géne­sis tecnologizada y automatizada, en la tradición que inauguró la cámara fo­tográfica.

Ante esta nueva técnica de producción ¡cónica es por lo tanto legítimo preguntarse si la obra de arte es él programa o el producto resultante. Debe responderse que el programa informático es la obra artística en po­tencia, producto genuino del ingenio humano y justamente protegido por ello por las leyes de copyright, mientras que su imagen en pantalla o im­presa es la obra en presencia, apta para su fruición. Esta dicotomía también existe en el vídeo, aunque más enmascarada. En la producción infográfica, como en el vídeo, la imagen potencial tiene un soporte material, en la me­moria del ordenador, pero una naturaleza energética, pues es mera energía imperceptible para los sentidos, que necesita ser decodificada o leída por un dispositivo tecnológico (intermediario entre la memoria y el terminal vi­sualizador) para acceder al destinatario visual humano.

De este modo, la representación infográfica culmina la disociación técni­ca entre soporte de almacenamiento de la imagen y su soporte de exhibi­ción, disociación que se había producido ya con la diapositiva, con la pelí­cula cinematográfica y con el vídeo. En los tres casos, el soporte de exhibi­ción es una pantalla, de reflexión lumínica en el caso de la diapositiva y del cine, y de emisión lumínica en el caso del vídeo tradicional (ya que más tarde surgirían los videoproyectores). Las imágenes fotoquímicas proyecta­das en pantalla son imágenes rigurosamente isomorfas de las inscritas gráfi­camente en su soporte de almacenaje, siendo su discrepancia más significa­tiva su diferencia de tamaño. Las imágenes videográficas e infográficas ex­hibidas en una pantalla de visualización no poseen en cambio la condición óptica del isomorfismo en relación con las imágenes inscritas en su soporte de almacenamiento, ya que las imágenes almacenadas son en realidad sistemas de potenciales magnéticos estructurados según un código ajeno al de la percepción óptica. Son, en rigor, imágenes latentes, comparables en bas­tantes aspectos a las imágenes de la emulsión fotográfica no revelada, que requieren también un proceso de mediación técnica para hacerse visibles, aunque tal proceso en los nuevos medios es mucho más rápido que el pro­ceso químico del revelado-positivado. En el caso del ordenador se trata, en realidad, de un convertidor digital-analógico instantáneo.

La infográfica permite ya también, naturalmente, la generación de se­cuencias de imágenes que ilustran la evolución de una forma o de un fenó­meno en función de un parámetro, que con frecuencia es el tiempo (tiem­po real o simulado), según dos tipos de variación: variación discontinua de la imagen o variación continua, también llamada imagen animada.

La imagen sintética es, por lo tanto, una nueva forma de dibujo sin lápiz o una nueva forma de pintura sin pinceles ni paleta, cuya expresión inglesa computer graphics propone la reconciliación entre la nueva tecnología so­fisticada y el tradicional humanismo artístico, tal como se produjo con la pin­tura perspectivista del Quattrocento, nacida de la colaboración del artista con la geometría y con la ciencia óptica. Pero puesto que la máquina ha li­berado al hombre de la servidumbre de su habilidad manual, esta habilidad ahora irrelevante ha sido sustituida por la potencia de su ideación, traduci­da en forma de programa informático. Aquí comparece de nuevo la analo­gía entre el vídeo, cuyo editaje dijimos que era sobre todo un arte concep­tual antes que sensorial, y la ideación conceptual de la que nacerá la ima­gen sintética. La infográfica es, por ello, un verdadero arte conceptual, que ha conquistado ya la dimensión cinética y que, mientras los mercaderes de Hollywood la han introducido desde Tron (1982) en el campo del espectá­culo de masas, está todavía buscando su lugar en los nuevos tecnomuseos de este final de siglo.

Guber Román,"El simio informatizado" Cap.VI

Link del libro:
http://www.quadernsdigitals.net/index.php?accionMenu=biblioteca.LeerLibroIU.leer&libro_id=262

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